18 de julio de 2011

Ulises


De nada sirve que viva como un rey inútil

junto a este hogar apagado, entre rocas estériles,

el consorte de una anciana, inventando y decidiendo

leyes arbitrarias para un pueblo bárbaro,

que acumula, y duerme, y se alimenta, y no sabe quién soy.

No encuentro descanso al no viajar; quiero beber

la vida hasta las heces. Siempre he gozado

mucho, he sufrido mucho, con quienes

me amaban o en soledad; en la costa y cuando

con veloces corrientes las constelaciones de la lluvia

irritaban el mar oscuro. He llegado a ser famoso;

pues siempre en camino, impulsado por un corazón hambriento,

he visto y conocido mucho: las ciudades de los hombres

y sus costumbres, climas, consejos y gobiernos,

no siendo en ellas ignorado, sino siempre honrado en todas;

y he bebido el placer del combate junto a mis iguales,

allá lejos, en las resonantes llanuras de la lluviosa Troya.

Formo parte de todo lo que he visto;

y, sin embargo, toda experiencia es un arco a través del cual

se vislumbra un mundo ignoto, cuyo horizonte huye

una y otra vez cuando avanzo.

¡Qué fastidio es detenerse, terminar,

oxidarse sin brillo, no resplandecer con el ejercicio!

Como si respirar fuera la vida. Una vida sobre otra

sería del todo insuficiente, y de la única que tengo

me queda poco; pero cada hora me rescata

del silencio eterno, añade algo,

trae algo nuevo; y sería despreciable

guardarme y cuidarme el tiempo de tres soles,

y refrenar este espíritu ya viejo, pero que arde en el deseo

de seguir aprendiendo, como se sigue a una estrella que cae,

más allá del límite más extremo del pensamiento humano.



Éste es mi hijo, mi propio Telémaco,

a quien dejo el cetro y esta isla.

Lo quiero mucho; tiene el criterio para triunfar

en esta labor, para civilizar con prudente paciencia

a un pueblo rudo, y para llevarlos lentamente

a que se sometan a lo que es útil y bueno.

Es del todo impecable, dedicado completamente

a los intereses comunes, y se puede confiar

en que sea compasivo y cumpla los ritos

con que se adora a los dioses tutelares

cuando me haya ido. Él hace lo suyo, yo, lo mío.



Allí está el puerto; el barco extiende sus velas;

allí llama el amplio y oscuro mar. Vosotros, mis marineros,

almas que habéis trabajado y sufrido y pensado junto a mí,

y que siempre tuvisteis una alegre bienvenida

tanto para los truenos como para el día despejado, recibiéndolos

con corazones libres e inteligencias libres, vosotros y yo hemos envejecido.

La ancianidad tiene todavía su honra y su trabajo.

La muerte lo acaba todo: pero algo antes del fin,

alguna labor excelente y notable, todavía puede realizarse,

no indigna de quienes compartieron el campo de batalla con los dioses.

Las estrellas comienzan a brillar sobre las rocas:

el largo día avanza hacia su fin; la lenta luna asciende; los hondos

lamentos son ya de muchas voces. Venid, amigos míos.

No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo.

Zarpemos, y sentados en perfecto orden golpeemos

los resonantes surcos, pues me propongo

navegar más allá del poniente y el lugar en que se bañan

todos los astros del occidente, hasta que muera.

Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan;

es posible que demos con las Islas Venturosas,

y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos.

A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar

de que no tenemos ahora el vigor que antaño

movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos:

un espíritu ecuánime de corazones heroicos,

debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida

a esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse.



Lord Alfred Tennyson