29 de noviembre de 2010

Arden las palabras


Poesía, inmortal cadáver, me aburres.
Líbano arde,
Brinca cual yegua herida al borde del desierto
Mientras yo busco a una chica robusta
Para rozarla en el autobús,
A un hombre de rasgos árabes
Para derribarlo en cualquier sitio.
Mi país se desploma,
Tiembla desnudo cual cachorro de león
Mientras yo busco un rincón retirado
Y a una aldeana desesperada para seducirla.
Diosa de la poesía
Que penetras en mi corazón cual cuchillo
Cuando pienso que compongo poemas
A una chica desconocida,
A un país mudo
Que come y duerme con cualquiera.
Puedo reírme hasta que la sangre
Fluya por mis labios.
Yo soy la flor letal,
El águila que golpea a su presa sin piedad.
Árabes,
Montañas de harina y placer,
Campos de balas ciegas,
¿queréis un poema sobre Palestina,
sobre conquista y sangre?
Yo soy un hombre extraño:
Tengo el pecho de lluvia
Y en mis ojos ausentes
Hay cuatro naciones heridas buscando su muerte.
Estaba hambriento,
Escuchando la triste música
Y dando vueltas en la cama cual gusano de seda
Cuando saltó la primera chispa.
Desierto: tú mientes.
¿Para quién es esta muerte púrpura
y la flor recogida bajo el puente?
¿Para quiénes son estas tumbas
inclinadas bajo las estrellas,
esta arena que nos das
cada año cual cárcel o poema?
Ayer regresó este héroe de labios delgados
Acompañado por el viento, los tristes cañones
Y su larga lanza brillando cual puñales desnudos.
Dadle un anciano o una prostituta,
Dadle estas estrellas y las arenas judías.
Allí En medio de la frente
Donde cientos de palabras agonizan
Quiero la bala de gracia.
Hermanos,
He olvidado vuestros rasgos,
Aquellos seductores ojos.
¡Dios mío!
Cuatro continentes heridos en mi pecho.
Creía que conquistaría el mundo
Con mis ojos azules y mi mirada poética.
Líbano: mujer blanca bajo el agua,
Montañas de pechos y garras.
Grita, mudo,
Alza los brazos
Hasta que estallen las axilas
Y sígueme.
Yo soy el barco vacío,
El viento cubierto de campanas.
Sobre los rostros de las madres y los cautivos,
Sobre los versos y metros decadentes
Verteré fuentes de miel,
Escribiré sobre árboles o zapatos,
Rosas o muchachos.
Aléjate, desgracia,
Bello muchacho encorvado.
Mis dedos son largos cual agujas
Y mis ojos son dos héroes heridos.
Desde hoy no habrá versos.
Cuando te derriben,
Líbano,
Y se acaben las noches de poesía y frivolidad
Dispararé la bala en mi garganta.


Muhammad al Magut
(Salamiyed, Siria 1934 - 2006)
Traducción del árabe: María Luisa Prieto

27 de noviembre de 2010

Cuando despierten


Trata de guardarlas, poeta,
por más que sean pocas aquellas que se detienen.
Las visiones de tu amor.
Ponlas, medio ocultas, entre tus frases.
Trata de retenerles, poeta,
cuando despierten en tu mente
en la noche o en el fulgor del mediodía.



Konstantino Kavafis


*Versión de Miguel Castillo Didier

25 de noviembre de 2010

Los años (Roberto Bolaño, en Los perros románticos)


Me parece verlo todavía, su rostro marcado a fuego

en el horizonte

Un muchacho hermoso y valiente

Un poeta latinoamericano

Un perdedor nada preocupado por el dinero

Un hijo de las clases medias

Un lector de Rimbaud y de Oquendo de Amat

Un lector de Cardenal y de Nicanor Parra

Un lector de Enrique Lihn

Un tipo que se enamora locamente

y que al cabo de dos años está solo

pero piensa que no puede ser

que es imposible no acabar reuniéndose

otra vez con ella

Un vagabundo

Un pasaporte arrugado y manoseado y un sueño

que atraviesa puestos fronterizos

hundido en el légamo de su propia pesadilla

Un trabajador de temporada

Un santo selvático

Un poeta latinoamericano lejos de los poetas

latinoamericanos

Un tipo que folla y ama y vive aventuras agradables

y desagradables cada vez más lejos

del punto de partida

Un cuerpo azotado por el viento

Un cuento o una historia que casi todos han olvidado

Un tipo obstinado probablemente de sangre india

criolla o gallega

Una estatua que a veces sueña con volver a encontrar

el amor en una hora inesperada y terrible

Un lector de poesía

Un extranjero en Europa

Un hombre que pierde el pelo y los dientes

pero no el valor

Como si el valor valiera algo

Como si el valor fuera a devolverle

aquellos lejanos días de México

la juventud perdida y el amor

(Bueno, dijo, pongamos que acepto perder México y la juventud, pero jamás el amor)

Un tipo con una extraña predisposición

a sobrevivir

Un poeta latinoamericano que al llegar la noche

se echa en su jergón y sueña

Un sueño maravilloso

que atraviesa países y años

Un sueño maravilloso

que atraviesa enfermedades y ausencias

6 de noviembre de 2010

Las tablas curvas


El hombre que se encontraba en la orilla, cerca de la barca, era alto, muy alto. La claridad de la luna estaba detrás de él, posada sobre el agua del río. Un ruido ligero le decía al niño, que se acercaba silenciosamente, que la barca se movía, contra el muelle o una piedra. Encerraba en su mano la pequeña moneda de cobre.

“Buenos días, señor”, dijo con una voz clara pero temblorosa, porque temía atraer demasiado la atención del hombre, del gigante, que estaba ahí, inmóvil. Pero el barquero, ausente de sí mismo como parecía estarlo, ya lo había visto, bajo los carrizos.

“Buenos días, pequeño”, contestó. “¿Quién eres?”

“Oh, no sé”, dijo el niño.

“¡Cómo que no sabes! ¿Es que no tienes nombre?” El niño trató de entender lo que podía ser un nombre.

“No sé”, dijo de nuevo, bastante a prisa.

“¡No sabes! ¿Pero sí sabes lo que oyes cuando te hacen una señal, cuando te llaman?”

“No me llaman.”

“¿No te llaman cuando debes volver a casa? ¿Cuando has estado jugando afuera y es hora de comer o de dormir? ¿No tienes un padre, una madre? ¿Dime, dónde está tu casa? Y el niño se pregunta ahora lo que es un padre, una madre; o una casa.

‘Un padre”, dice. “¿Qué es?” El barquero se sentó sobre una piedra, junto a su barca. Su voz llegó menos lejana en la noche. Pero primero había emitido una especie de risa.

“¿Un padre? Pues es el que te pone sobre sus rodillas cuando lloras, y se sienta junto a ti por la tarde, cuando tienes miedo de dormirte, para contarte un cuento”. El niño no contestó.

“Es cierto, muchas veces uno no ha tenido padre”, prosiguió el gigante como después de pensar un poco. “Pero entonces dicen que hay esas mujeres jóvenes y dulces, que encienden el fuego y nos sientan junto a él, que cantan una canción. Y cuando se alejan es para preparar unos platillos; se siente el olor del aceite calentándose en la olla”.

“Tampoco me acuerdo de eso”, dijo el niño con su voz ligera y cristalina. Se había acercado al barquero, que ahora callaba, oía su respiración pareja, lenta. “Debo cruzar el río”, dijo, “tengo con qué pagar el pasaje”.

El gigante se inclinó, lo tomó en sus manos amplias, lo colocó sobre sus hombros, se irguió y bajó a su barca, que cedió un poco bajo su peso.

“Vamos”, dijo. “Agárrate bien de mi cuello”. Con una mano detenía al niño por una pierna, con la otra plantó la vara en el agua. El niño se aferró a su cuello con un movimiento brusco, con un suspiro. Entonces el barquero pudo tomar la vara con las dos manos, la retiró del lodo, la barca se
alejó de la orilla, y el ruido del agua se amplificó bajo los reflejos, en sus sombras. Pasado un instante, un dedo le tocó la oreja.

“Oye”, dijo el niño, “¿Quieres ser mi padre?” Pero de inmediato se interrumpió, la voz quebrada por el llanto.

“¿Tu padre? ¡Pero si sólo soy el barquero! Nunca me alejo de las orillas del río”.

“¡Pero me quedaría contigo, a la orilla del río!“.

“Para ser un padre, hay que tener una casa, ¿entiendes?

No tengo casa, vivo entre los juncos de la orilla”.

“Me gustaría mucho quedarme contigo en la orilla”.

“No”, dijo el barquero, “no es posible. Y, ¡mira!” Lo que debe mirar es la barca que parece inclinarse cada vez más bajo el peso del hombre y del niño, que aumenta a cada instante. El barquero la empuja penosamente hacia delante, el agua llega a la altura del borde, pasa por encima de él, llena el casco con sus remolinos, alcanza lo alto de esas largas piernas que sienten desaparecer todo apoyo en las tablas curvas. Pero el esquife no zozobra, más bien parece disiparse en la noche, y ahora el hombre nada, el pequeño aún agarrado a su cuello.

“No tengas miedo”, le dice, “el río no es tan ancho, pronto llegaremos”.

“Oh, por favor, ¡quiero que seas mi padre! ¡Quiero que seas mi casa!”

“Hay que olvidar todo eso”, responde el gigante, en voz baja. “Hay que olvidar esas palabras. Hay que olvidar las palabras”.

De nuevo ha tomado en su mano la pequeña pierna, inmensa ya, y con su brazo libre nada en ese espacio sin fin, de corrientes que se agolpan, de abismos que se entreabren, de estrellas.




Yves Bonnefoy


*Traducción Aurelia Álvarez Urbajtel